Los padres siempre tenemos la sensación o quizás un mero deseo justificadísimo, de tener hijos perfectos.  Solo que, a medida que van creciendo, nos damos cuenta de que ese afán de perfección o de hijo modelo tan solo está en nuestra mente, pues ellos no son más que personitas con el afán propio y valedero de hacerse mayores, independientes, de formar sus propios yo, de convertirse en individuos dueños de sus actos; en fin son personas como nosotros, ejemplos de la mas rudimentaria imperfección, de la que solo podemos apartarnos por la inmensa misericordia de Dios, mi gran y único Poder Superior.

 

Hace unos siete años viví la dolorosa experiencia de constatar que no tenía un hogar perfecto, una familia perfecta, unos hijos perfectos;  y más grande fue aun, cuando me di cuenta o entendí que yo no había sido una madre perfecta, que tampoco había tenido una familia de origen perfecta, muy por el contrario venia de una familia completamente disfuncional.  Pero yo no lo sabía. Y gracias a esa dichosa ignorancia, forme mi propia familia cargada de patrones y conductas aprendidas, llegando a tener, casi, una familia tan disfuncional como en la que crecí.

 

Hoy, tengo que ser agradecida, pues  tuve la oportunidad de despertar, descubrir cómo se puede vivir en sobriedad, un día a la vez, descubrí que hay esperanza y que se puede tener una mejor vida y, sobretodo, que yo no tenía la culpa.  Que no solo los alcohólicos y adictos de mi vida entraron en un programa de recuperación, sino que mi familia y yo pudimos ser parte de un programa planificado de recuperación.  Aprendí que debo dar preferencia solo a las cosas que son verdaderamente importantes, que debo soltar las riendas y entregárselas a Dios, pues hay momentos en la vida en que estamos demasiado ofuscados para tomar decisiones prudentes. Aprendí que debo aprovechar y agradecer lo mejor de mi vida y vivirla a plenitud disfrutando de cada momento y de cualquier cosa buena que se me presente; que debo vivir solo mi propia vida y dejar que los demás vivan la suya en sus propios términos.  Y el mejor de los aprendizajes: vivir solo por hoy, dejar de lamentarme por el pasado y de temerle al futuro, que es incierto y estéril.

 

Todo esto no se consigue solo jamás, es necesaria la ayuda.  Agradecer a Hugo Herrera y todo su equipo, el hermoso y arduo trabajo que desarrollan a favor de la sobriedad,  de ayudar a alcanzar a sus pacientes y a sus familias la serenidad.

Maria Elisa

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